Vivir en Japón con una familia budista me ayudó a regresar a mi pueblo

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Buscaba libertad, pero aterricé en el lugar equivocado.

El verano posterior a mi primer año de escuela secundaria, en el año 1970, contraje el virus de la rebeldía que se estaba esparciendo por todos los rincones de los Estados Unidos. Había conocido a algunos “radicales” en un tour para adolescentes y quedé fascinada. En vez de jugar el papel de la alumna estrella que seguía todas las reglas, decidí rebelarme. Leí libros como Ponche de ácido lisérgico y anhelaba tener mi primera experiencia psicodélica. Me ponía jeans rasgados, camisetas desteñidas y buscaba la compañía de “hippies-radicales” que compartieran mi mentalidad. El espíritu escolar era algo del pasado; el menosprecio y la falta de respeto estaban de moda. Por supuesto que mis padres estaban preocupados, pero… ¿qué podían hacer?

Entonces la escuela anunció un concurso para un intercambio estudiantil multicultural de AFS (American Field Service) y se encendió una lamparita en mi cabeza. ¡Que emocionante sería convertirme en miembro de una nueva familia en algún otro lugar del mundo! Si, esa era mi gran oportunidad.

Sentada en un banco de fórmica en la cafetería de la escuela, compuse un ensayo sobre el placer de aprender otra cultura y descubrir los valores comunes con personas de otros lugares. Mis esfuerzos me permitieron obtener una entrevista, que se llevaría a cabo en nuestro hogar, para que el comité de selección pudiera conocer a toda la familia.

Pero justo antes de eso, se me presentó otra oportunidad. Los primos ortodoxos de mi padre vinieron un domingo a la mañana para que mi padre dentista les revisara la boca, y me invitaron a pasar con ellos la fiesta de Sucot en su casa en Williamsburg.

Nuestra familia no era observante en absoluto. Cuidar kashrut consistía en evitar el cerdo y los mariscos. ¿Mezclar carne y leche? No era un problema. Cuando éramos más pequeños, mi padre hacía Kidush con un vaso de licor y vino de Manischewitz, pero a esas alturas ya había desistido. Lo mismo ocurrió con el encendido de velas. De hecho, el sábado era el día más ocupado en el consultorio dental de mi padre. No sabíamos nada respecto al Shabat.

Quizás con la esperanza de cambiar eso, Miriam, la prima de mi padre, alentó a Pearlie, su hija de 16 años, a que me invitara. Ante su sorpresa y placer, yo acepté, y vestida adecuadamente con una falda hasta los tobillos, participé en toda la experiencia en Williamsburg, incluyendo las cenas festivas en la sucá de la familia, rezar detrás de una cortina en una sinagoga pequeña, pasear por sucot con las otras adolescentes y ver pasar al Rebe de Satmar y su séquito.

“¡Moshi, Moshi! ¡Te vas a Japón!” Así comenzó mi aventura.

En mi primera entrevista con AFS, compartí esa experiencia intercultural y así me convertí en la elegida de mi escuela y del país para representarlos en el programa de intercambio.

Ahora dependía de AFS ubicarme con una familia apropiada. Pasaron seis meses y entonces, en un día de primavera, al volver de la escuela mis padres me recibieron inclinando la cabeza, con las palmas de las manos juntas y diciendo: “¡Moshi, Moshi! ¡Te vas a Japón!”

Así comenzó mi aventura

Primero intercambiamos cartas. Mi hermana japonesa, Hiroko, me contó sobre su escuela secundaria Nishiko, o North High School, una prestigiosa escuela pública. Ella se dibujó a sí misma con sombras en la cara, para mostrarme su bronceado después de un día bajo el sol. Esto NO era bueno, se lamentó. Luego pidió “mi estatura y contorno del pecho”, para que Okaasan (Madre) pudiera preparar mi uniforme escolar, un jumper azul marino y una blusa blanca. Otoosan (Padre) escribió una descripción de su familia y de su ciudad, Sapporo.

Hiroko, Okasaan y yo en casa

El 15 de junio de 1971 viajé a Japón con otros cinco estudiantes de intercambio de diferentes lugares de los Estados Unidos. Llegamos a Gotemba, un campamento gubernamental cerca del Monte Fuji, para orientación y clases de idioma. Aquí recibí la primera señal de que si había llegado buscando libertad, había aterrizado en el lugar equivocado.

Las estrictas reglas y el régimen militar me tomaron por sorpresa. Cada hora de nuestro día estaba contabilizada. En la ceremonia de izado de la bandera de la mañana, los estadounidenses caminábamos a nuestros lugares asignados, mientras que los grupos japoneses marchaban a sus lugares en ajustada formación. Nuestros consejeros nos dijeron responder “hi” cuando dijeran ‘AFS’”. Obedientemente saludábamos y decíamos un amistoso “¡Hi!" (¡Hola!). Pero los otros grupos levantaban sus puños y gritaban un “¡Hai!” militar (para decir "presente").

El resto de nuestros días en Gotemba los dedicamos a un curso intensivo de japonés. Con esto descubrí otra lección crucial: la importancia de encontrar tu lugar, debajo de quien es mayor y por encima de quien es menor. El idioma lo decía todo. Hiroko sería mi hermana anfitriona, pero en japonés no hay una palabra para hermana, sólo hermana mayor y hermana menor y la palabra para hermana mayor, como las palabras para hermano mayor, madre, padre, abuela y abuelo, comienzan con una “o” honorífica para mostrar respeto.

Algunos días después, al llegar a lo que pensé que era Sapporo, estaba ansiosa por conocer a mi familia. Pero en cambio me recibieron en el aeropuerto algunos representantes de AFS muy severos, quienes me informaron que había abordado el avión incorrecto y había obligado a mi familia a conducir una hora adicional para recogerme. Ups.

En nuestro departamento, Okaasan sirvió una cena deliciosa, y esperó que todos hubieran terminado para servirse ella. No entendí ni una palabra de la conversación, a pesar de las clases de idioma. Pero después Hiroko me habló en inglés y me hizo sentir bienvenida. Le encantó mi regalo, el disco de Peter, Paul and Mary, 10 Years Together, ya que eran muy famosos en Japón. Mi otra selección, American Beauty de Grateful Dead fue recibida con menos entusiasmo.

Las reglas eran muchas, entre ellas: no comer chicle, no depilarse las cejas, no usar maquillaje.

Unos cuantos días más tarde, comencé la escuela. Las reglas eran muchas, entre ellas: no comer chicle, no depilarse las cejas, no usar maquillaje. Los alumnos eran responsables de limpiar su aula y mantener la escuela limpia y ordenada. ¿Pasar el rato? De ninguna manera. Al igual que en Gotemba, cada minuto estaba contado. Llegábamos a tiempo, guardábamos nuestros zapatos en nuestros casilleros y nos cambiábamos a nuestro calzado de interior: zapatillas o pantuflas.

Con mis compañeras de clase

Las niñas vestían jumpers azul marino, y los varones (que eran más que nosotras en una proporción de 10:1) usaban unas chaquetas estilo Nehru, pantalones negros, camisas blancas y gorras negras. La mayoría tenía miedo de acercarse a mí. Sólo Hideki, el presidente de la sociedad de inglés, se aventuraba cada mañana a acercarse para preguntar si yo estaba “llena de vida” (una traducción literal del japonés O-genki desuka).

Cada mañana, parados junto a nuestros escritorios, realizábamos los ejercicios nacionales japoneses, con la música de los ejercicios nacionales japoneses, tal como habíamos hecho en Gotemba. Mi primera lección fue etiqueta. Cuando me cruzaba con mis maestros en el pasillo, tenía que inclinarme desde la cintura y recitar la forma larga de decir buenos días: “Ohaio gozaimasu”. Entonces el maestro respondía secamente, “Ohaio”.

Tuve suerte de tener a Fukahara-sensei como tutor. Él había pasado un año en los Estados Unidos con una beca Fullbright y entendía completamente las diferencias culturales. Poco después de que comenzara a estudiar pintura de un trazo con Miamaya-sensei, el diminuto y anciano profesor de bellas artes, Fukahara me advirtió que no usara nunca el pronombre “tú” para dirigirme a un maestro. Debía utilizar la tercera persona, como en "Su majestad". En vez de decir “¿Podría por favor mostrarme como pintar una berenjena?” debía decir “Puede Miyamaya-sensei mostrarme por favor”.

En casa las cosas eran menos formales, pero también allí había muchas reglas. Cuando algunas niñas un grado mayor me invitaron a acompañarlas al salón de té, me dijeron que ir a salones de té no era apropiado para una buena niña japonesa.

En otra oportunidad, me vino a visitar un jovencito japonés que había pasado un año como estudiante de intercambio de AFS en un adinerado suburbio de Chicago. El guapo y moderno muchacho, quien tenía un desmechado y moderno corte de pelo y ropas casuales americanas, conversó conmigo en nuestra cocina mientras Okaasan observaba.

Como ella no hablaba inglés, no podía entender nuestra conversación, pero me imagino que entendió lo suficiente. Cuando el muchacho me invitó a ir a escalar una montaña con su familia, mis padres se negaron. No conocían al muchacho ni sabían de qué clase de familia venía. Entonces, para compensarme, arreglaron que viniera de visita Mu-chan, un amigo de la familia e hijo de un colega de Otoosan en la Universidad Hokkaido.

Estudiantes entrando a Nishiko en la mañana

Una vez más, Okaasan nos observó mientras conversábamos en la cocina. Mu-chan vestía densos pantalones negros y una camisa blanca de manga corta. Tenía el cabello corto y esos lentes negros rectangulares comunes en los nerds de todo el mundo. Sin embargo, su honestidad y sinceridad me conquistaron. ¡Como era posible no querer a Mu-chan!

Así fue que aprendí hacer las paces con mi situación y disfrutar dentro de los confines de los límites aceptados, tanto en la escuela como en casa. Curiosamente, había viajado buscando libertad, pero en cambio encontré más reglas. Había llegado buscando un escape, pero en cambio aprendí a encontrar mi lugar.

Había llegado buscando un escape, pero en cambio aprendí a encontrar mi lugar.

Cuando regresé a casa, el choque cultural fue inmediato. Cuando nos encontramos en el aeropuerto, mis padres me bombardearon con preguntas, a pesar de que les escribía casi a diario. “¡Habla más fuerte!”, me gritaron. “¿Por qué estás susurrando?” Entonces procedieron a interrumpirme tanto a mi como el uno al otro con más preguntas. Todo me pareció bastante confuso.

Razonando que yo acababa de viajar al otro lado del mundo sola (pero por supuesto no había estado para nada sola), mis padres estaban dispuestos a concederme más libertad, pero ahora yo no la anhelaba. Sólo quería encajar. No tenía ningún deseo de quebrar ni de alterar el estatus quo.

En sólo diez semanas, casi me había convertido en japonesa. La gente incluso comentó que de espaldas parecía japonesa. En vez de la típica postura norteamericana de mantener los hombros hacia atrás, sacar pecho y levantar la cabeza, había adoptado la postura japonesa más modesta. Incluso me sentía avergonzada de la falta de respeto que mostraban mis compañeros hacia nuestra escuela. Con su entrada de mármol, piscina olímpica e inmaculados jardines, mi escuela secundaria estaba mejor dotada que Nishiko, pero nadie parecía apreciarlo.

De hecho, toda la experiencia me había cambiado. Curiosamente, vivir con una familia budista en Japón me había hecho apreciar los valores judíos tradicionales. Mis padres están eternamente agradecidos con mi familia japonesa por el impacto que tuvieron en mí.

Lentamente comencé a aumentar mi observancia judía y, eventualmente, al buscar un esposo, llegué a un Shabaton en Crown Heights. Mis anfitriones me invitaban a regresar una y otra vez. Era encantador ser adoptada, pero entonces pensé: "un minuto. No soy huérfana. Tengo mi propia familia ortodoxa".

La prima Miriam había fallecido hace tiempo, pero su hermana, la prima Norma, vivía con su hija en Boro Park. La llamé y unos minutos más tarde ya me habían invitado para Shabat.

Durante ese invierno, primavera y verano, conocí muchos primos ortodoxos, desde jasidim a sefaradim. Con cada Shabat que pasaba aprendía más y más leyes y costumbres judías. Finalmente, escuché de las casamenteras y así fue como conocí a mi esposo.

Mi propia boda fue la primera simjá ortodoxa a la que asistí desde la infancia.

A menudo entretengo a mi esposo y a otros miembros de la familia con historias sobre Japón. Siempre encuentro la misma reacción: "¡Muy judío!" Todo lo que me enseñaron, desde mostrar respeto a maestros y padres, hasta la vestimenta y postura recatada, todo encaja perfectamente con los valores tradicionales judíos.

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