Mis arrugas

4 min de lectura

El impactante comentario de la cajera sobre mi edad me hizo caer en picada.

Hubo una época en que las arrugas significaban algo, representaban edad, experiencia y sabiduría.

Hubo una época en la que las personas mayores eran respetadas, incluso veneradas. ¿Estoy cayendo en la misma fantasía que entran los padres cuando comentan melancólicamente sobre esos días en que los niños respetaban a sus mayores y hacían caso a lo que les decían? Posiblemente, pero sé que antes de nuestro patriarca Abraham no había signos de envejecimiento. No había cabello canoso. No había piel arrugada (¡tampoco botox, juviderm o depilaciones). Y él hizo algo por lo que hoy nosotros experimentamos las consecuencias: rezó pidiendo señales de envejecimiento.

¿Por qué lo hizo? Sin duda no deseaba beneficiar a la multibillonaria industria de la cirugía plástica. Él quería que las personas recibieran el respeto que merecían, la admiración ganada con años de trabajo duro, décadas de estudio y crecimiento.

Su suposición fue que mientras más anciano fueras, mejor te tratarían; más se acercarían los jóvenes para beneficiarse de lo que tienes para enseñar. Seguro no pudo haber anticipado el slogan de los años 60: “no confíes en nadie mayor de 30”, aunque no dudo que hubiera entendido el caos que esa actitud desataría.

No todo está perdido. Aún hay individuos y comunidades que tratan a sus ancianos con el apropiado respeto y gratitud. Conozco una familia de Los Ángeles en la que cada semana viaja en avión otro nieto para asegurarse que su abuela nunca pase Shabat sola. Pero (en general) parece ser un arte en peligro de extinción. Por más que entiendo y aprecio lo que Itzjak intentó enseñarnos, tengo que admitir que tengo problemas con la lección. Me cuesta aceptarla.

Esto quedó claro hace poco cuando me detuve con mi esposo para comprar agua en un área de descanso en la autopista. La (joven) mujer detrás de la caja registradora halagó mi cabello (¡peluca!). “Me gusta su corte de cabello. La hace ver más joven”, me dijo.

Este fue un comentario relativamente extraño… ¿Más joven que qué? ¿Más joven que quién? Dado que ella no sabía mi edad, ¿cómo podía verme más joven? En un primer momento me sentí halagada, pero luego comencé a preocuparme.

“¿Quiere que adivine qué edad tiene?”, continuó diciendo. Realmente no quería que lo hiciera, pero ella era como un tren avanzando a toda velocidad, imposible de detener. “Setenta y cinco”.

“¿¡Setenta y cinco!?” Mi esposo y yo nos quedamos mudos. No podíamos salir de ahí suficientemente rápido.

Por supuesto no hay nada de malo en verse como si tuvieras 75 años… cuando tienes 75. Y le pido a Dios me dé la oportunidad de descubrirlo. Pero, aunque no tengo 39, 63 todavía me parece más joven que 75 y, aunque me gané con justicia mis arrugas (quizás más de preocupación y ansiedad que de la sabiduría que imaginó Abraham), el encuentro me había alterado.

Pero mi angustia fue más profunda. Desde que nuestros hijos eran pequeños y se quejaban de recibir comentarios negativos en el patio de la escuela, mi esposo siempre tuvo una respuesta estándar: “El que lo dijo, ¿es alguien cuya opinión te importa?” Si no, entonces es obvio que no debemos dejar que nos moleste. En caso de que la respuesta fuera afirmativa, la conversación era completamente diferente.

Claramente esa cajera no era alguien cuya opinión debería haberme importado. Ella puede ser el ser humano más amable e inteligente del mundo, pero yo no la conozco y probablemente nunca la volveré a ver. Entonces, ¿Por qué me sigue molestando lo que dijo? ¿Por qué me dan ganas de llorar cuando cuento esta historia? De hecho, ¿por qué me tomo la molestia de volver a contarla?

Supongo que la respuesta es que me molesta más de lo que me gustaría admitir que a pesar de mi simple y sincera respuesta a mis hijos, no es fácil mantenerse completamente alejado de lo que piensa la gente, incluso si se trata de completos extraños y respecto a cosas superficiales sobre las que no tienes control.

Me consuelo pensando que esa es la razón por la que tuve esa experiencia, porque Dios me recordó de una forma ligeramente humorística (todavía no logro reírme, pero quizás logré una ligera sonrisa) que todavía necesito trabajar en este aspecto de mi carácter, que aún estoy demasiado preocupada por lo que piensan los demás, que mi conducta y/o pensamientos todavía están demasiado influenciados por las opiniones de los demás.

Quizás ni siquiera tenía consciente de eso. Tal vez pensé que lo había superado (casi por completo). Pero un encuentro trivial con un total extraño parece haber probado lo contrario.

Las circunstancias y detalles de esta experiencia son en sí mismas irrelevantes. Yo no descuidé mi obligación de defender a Israel, al pueblo judío o mi relación con Dios, pero ahí es donde termina el camino. Una vez que permitimos que las opiniones de otros determinen nuestras palabras y nuestras acciones, comenzamos a deslizarnos por esa proverbial bajada resbaladiza.

Tengo que prepararme contra esto. Tengo que interiorizar la idea fundamental de que sólo debe importarme lo que Dios opine de mí; y creo que Él no nota las líneas en mi rostro (¡aunque puede ser que a Él no le complazca toda la preocupación y la ansiedad que puso ahí esas líneas!). Estresarse por las opiniones de otros interfiere en nuestra capacidad de defender quiénes somos y lo que creemos, de vivir una vida basada en lo que es realmente importante para nosotros y que eso se vea reflejado en nuestras palabras y en nuestra conducta.

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