Perdido

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Mi hijo no fue el único que se perdió esa noche.

"¿Puedo cargar el dinero?", preguntó mi hijo de nueve años, mientras mecía sus pies para adelante y para atrás, golpeándolos contra la banca de la parada de autobús. “Seré cuidadoso”.

Le entregué el dinero y miré hacia la noche estrellada buscando señales de un autobús. Estaba acompañando a mi hijo a su primera clase de arte y tenía muchas ganas de pasar unos cuantos minutos a solas con él.

"Ten cuidado", le advertí mientras escuchaba el tintineo de las monedas moviéndose entre sus manos. Vi a mi hijo dar vuelta una moneda entre su pulgar y por los espacios entre sus dedos.

"Por supuesto", dijo él. Escuché a la distancia un autobús subiendo por la colina, seguido de un "plink".

"Perdí el dinero", dijo mi hijo.

"No es cierto".

"Sí, es cierto". Su rostro se arrugó, su boca se torció. “¡Voy a buscarlo!”, dijo él. Se escabullo debajo del banco, deslizando sus manos por el oscuro bloque de concreto. Yo crucé mis brazos y me apreté fuerte. No arruines esto, me dije a mí misma, él lo encontrará.

Él salió y dijo: “No encuentro el dinero”.

"Bueno, ¿y entonces como esperas que nos subamos al autobús?", le pregunté. "Tenías en tu mano suficiente dinero para una tarjeta de autobús mensual". Números, dólares y centavos volaron por mi mente, fuera de mi bolsillo y directo a la alcantarilla.

Casi podía ver los pedazos de su corazón fragmentándose.

"Seguiré buscando", dijo él, intentando no llorar. Se escabulló debajo del banco. Yo me agaché y pasé mis manos por el agrietado pavimento cerca de la parada de autobús. ¿Cuán lejos podía haberse ido el dinero? Quizás podía haberse caído a la alcantarilla. Si es así, estaba realmente perdido. Los dedos de mi hijo se encontraron con los míos. Miré sus suplicantes ojos.

"No debería haberte dado el dinero para que lo tuvieras", dije, con la voz cortante. "Fue tonto de mi parte. Debería haberlo tenido yo. ¿En que estaba pensando?". Casi podía ver los pedazos de su corazón fragmentándose. El autobús se estaba acercando.

"¿No podemos ir igual a mi clase mami?", preguntó tranquilamente mi hijo. Yo revisé mi cartera, escuchando monedas sonar.

"Tengo un poco de dinero", dije yo. "Apenas suficiente para llevarnos ahí. Vamos".

Nos subimos al autobús y mi mente todavía estaba lamentándose por la pérdida de dinero.

Nos sentamos en silencio en la parte trasera del autobús. La culpa estaba amontonándose dentro de mí, pero no dije nada. En la parada siguiente un grupo de niños de la edad de mi hijo subieron al autobús. Él me dio una mirada de “soy demasiado popular para estar sentado con mi madre”.

"¿Puedo ir a sentarme con ellos?", me preguntó.

"Adelante", dije yo. "Pero mantengamos contacto visual para que sepas donde bajarte. Y en caso de que nos separemos, bájate en la Menorá gigante en medio de la ciudad como te dije".

Él asintió con la cabeza y corrió a unirse a sus amigos. Mantuve a mi hijo en vista a medida que el autobús se tornaba cada vez más repleto. Un hombre que se subió al autobús me pareció raro. Comencé a preocuparme por mi hijo que estaba en la parte delantera del autobús, pero me contuve para no avergonzarlo. El autobús se llenó y lentamente su camisa blanca con negro se transformó en un borroso gris. Pero mantuve mi vista en él.

Nos acercábamos a nuestra parada. Busqué a mi hijo. ¿Dónde está él? Empujé hasta llegar a la parte delantera del autobús. No lo vi.

"¿Moshé?", llamé en voz alta. Nadie contestó. El bus se estaba vaciando y ahora podía ver que él no estaba en el autobús. Salté fuera del autobús y miré a mi alrededor, desconcertada. ¿Adónde se fue?

"¡Moshé!", grité al cielo en esa misma noche estrellada. Las palmas de mis manos estaban mojadas. Él sabia exactamente dónde estaba la Menorá. ¿Quizás se bajó por error en la parada anterior? Corrí bajando la colina hacia la parada anterior. Él no estaba ahí. Mi mente vagó hacia ese hombre de apariencia extraña en el autobús y cerré fuertemente los ojos en contra de las posibilidades…

Mi hijo estaba perdido.

Llamé a mi esposo al trabajo. La batería de mi celular estaba baja.

"¡Moshé está perdido!", respiré. "Por favor. Toma el auto y encuéntralo". Corrí mientras hablaba, mi aliento saliendo en forma de pequeñas nubes con un matiz de miedo. Le conté la historia en fragmentos dispersos.

"No te preocupes", dijo mi esposo. "Esta es una ciudad muy segura. Probablemente se bajó en una parada anterior y se fue caminando a la clase".

"Él ni siquiera sabe donde es la clase", dije yo. "Toma el auto y busca por la ciudad".

Corrí una cuadra hacia abajo y luego otra, haciendo una pausa en cada parada de autobús, escuchando a mi voz resquebrajarse mientras llamaba el nombre de mi hijo en el tranquilo aire nocturno.

Pensé en todas las cosas que se habían perdido hasta ese momento aquella noche.

-Unos cuantos dólares.

-Mi temperamento.

-La autoestima de mi hijo.

-Y ahora mi hijo.

"Dios, permíteme encontrarlo e intentaré que nunca más me afecte la pérdida de cosas pequeñas".

Repasé la lista en mi mente y una de las cosas no calzaba. Había estado tan mal. Tan mal. Demasiado mal.

"Por favor Dios", susurré. “Permíteme encontrarlo e intentéar que nunca más me afecte la pérdida de cosas pequeñas”.

Continué corriendo, izquierda, derecha, izquierda, llamando el nombre de mi hijo a los deslumbrantes faroles y a la oscura noche. Me fui corriendo todo el camino hasta casa. Mi madre, que estaba cuidando a los otros, abrió la puerta.

"Él lo encontró", dijo mi madre. “Se bajó en la parada equivocada y no te vio, así que se las arregló para encontrar su clase de arte por sí mismo. Está bien. Tu teléfono estaba apagado”.

Mi esposo lo encontró. Yo colapsé en una silla y lloré de alivio. Entonces mi hijo entró por la puerta y lo abracé fuerte, tan fuerte que no quería dejarlo ir, nunca.

Él se había bajado en la parada equivocada.

Yo también.

La próxima vez seré mucho más cuidadosa.

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