De Duelo

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La perspectiva de una madre desconsolada sobre las Tres Semanas.

Tenía una familia. Cuatro niños hermosos: dos niños y dos niñas. Una casa abierta llena de invitados todo el tiempo. Una hermosa relación con mis padres y hermanos. Un marido trabajador. Dinero suficiente para pagar las cuentas. Mi vida parecía tan perfecta, tan completa.

Luego mi mundo se derrumbó.

Mi talentoso marido estaba siendo transferido a otra ciudad y yo ansiaba construir una vida nueva y divertida para nuestra familia, al mismo tiempo que estaría más cerca de mi padre y de mi abuela. Estábamos ocupadísimos con la cinta de embalar y las cajas mientras se acercaba el fin del año escolar. El domingo anterior a nuestra gran mudanza nos tomamos un respiro del embalaje y viajamos a otra ciudad para la boda de una amiga cercana.

A mi pequeño bebé le dio un poco de fiebre y comenzó a llorar el domingo a la tarde mientras compraba un vestido para que mi hija mayor usara esa noche. Me preocupaba que tuviera una infección de oídos. Un anti-inflamatorio se encargó de su dolor y se durmió. Estaba descansando tan profunda y plácidamente que lo dejé en la casa de mi hermana mientras fuimos a la boda, en lugar de vestirlo y llevarlo con nosotros. Llegamos a casa pasada la medianoche. El bebé estaba dormido en la cuna; yo no pude dormir bien porque él estaba haciendo ruidos que sonaban como si estuviera teniendo un mal sueño.

A la mañana temprano fui a sacarlo de la cuna; estaba oscuro en el cuarto, por lo que no estaba segura, pero no se veía bien. Estaba enfermo, concluí, pero algo parecía más alarmante. Desperté a mi marido. "¿No se ve raro?", le pregunté.

"Nuestro hijo necesita ir a un hospital", dijo mi generalmente tranquilizador marido. Corrimos hacia afuera, dejando a nuestros dos niños mayores durmiendo en el sótano.

Los minutos, horas y días siguientes parecieron avanzar en cámara lenta… pidiéndole a mi sobrina las llaves del auto. Decidiendo que no era apropiado llevarlo en auto en ese estado. Llamando a 911. Esperando lo que pareció una eternidad hasta que escuchamos la sirena de la ambulancia acercándose a la casa. Sentados afuera de la casa con paramédicos. Su nivel de glucosa estaba demasiado bajo. Su cabeza estaba girada hacia el costado, y él estaba mirando fijo hacia la izquierda. Mi tío, un doctor, corriendo hacia nosotros en respuesta a mi desesperada llamada unos minutos antes. La ambulancia finalmente yendo hacia la sala de emergencias más cercana. El doctor de emergencias estaba bastante preocupado. Análisis de sangre. Sueros. Resonancias magnéticas. ¿Septicia? ¿Meningitis? ¿Infección? Sosteniéndolo en la rígida camilla blanca, sólo esperando. Parecía estar calmándose un poco, cerraba sus ojos para descansar, pero luego se sobresaltaba. Su cansado cuerpo estaba luchando, estaba a punto de ceder. Pero al menos se mantenía despierto para poder respirar; un buen signo para mí.

"Es sólo cuestión de tiempo. Vayan despidiéndose".

Lo transfirieron al hospital de niños. Me di cuenta que no volveríamos a casa ese día, que algo estaba muy mal. Llamé a mi madre en Israel, le pedí que rezara por él. Me recordé a mí misma que Dios no nos pone pruebas que no podemos superar, y sabía que no podría superar la pérdida de mi hijo. Entonces estaría bien, ¿no? Pero ahí estaba ese mortificante sentimiento de que este era el comienzo de su final. No podía pedirle nada a Dios. Sólo sabía que Él haría lo que era correcto, justo y merecido.

Esperando y esperando que el doctor de la sala de cuidados intensivos de pediatría nos hablara. Otro electroencefalograma. Ninguna actividad. "Sabremos más mañana". Aún sin actividad en el cerebro ni en el tronco cerebral. "Es sólo cuestión de tiempo. Vayan despidiéndose", dijo.

Dijeron que fue sólo un virus que se metió en su fluido espinal. Ninguna causa, ninguna razón. No hubiésemos podido hacer ninguna otra cosa. No era la culpa de nadie… pero yo sabía que era mi culpa. Debía ser que no valoraba las vidas que había creado, y por eso ahora Dios se estaba llevando una. Yo sabía que él nunca volvería a despertar. Todos esos cables y tubos y sonidos. Sosteniéndolo después de esperar todo ese tiempo, siendo cuidadosa de no mover su tubo respiratorio. Él ya no parecía más ser mío…

Y nueve días después había fallecido. Todavía estábamos en la misma ciudad, en departamentos y casas que no nos eran familiares. Nuestra casa había sido empacada y enviada a la nueva ciudad sin nosotros. Unos amigos trajeron nuestros autos. Seguir su ataúd. Sentarnos en una silla tapizada en terciopelo. Conmovida. Escuchar a mi marido leer el eulogio que habíamos escrito la noche anterior. Escuchar a la gente llorando detrás de mí. Mirándome mientras yo veía como enterraban a mi hijo, pensando en sus hijos sanos. El mío se había ido.

Mi vida, una vez plena, feliz y satisfactoria, era ahora triste y vacía. El constante deseo en mi interior por la familiaridad de estar completa amenazaba con convertir los movimientos diarios más básicos en lágrimas de desesperada tristeza. Por ejemplo, elegir los vegetales en la tienda o cambiar una tanda de lavado. Estaba abrumada por la desesperanza. Iba a estar incompleta para siempre. El objetivo de mi vida había sido arrebatado de mis manos mientras me sentaba en mi casa por ocho horas al día esperando que mis otros tres niños volvieran a casa de la escuela, para que pudiera reclamar mi rol de “mami” que se había ido durante todo el día.

Ya ha pasado un año desde que mi bebé murió. Un año en el cual mayormente recordamos su ausencia, pero no pensamos tanto en su increíble personalidad. Me permití recordarlo hace dos semanas en su primer yortzait. Recuerdo cuando lo sostenía, y cómo él me daba palmadas en el hombro. Recuerdo sus manos regordetas agarrando mis mejillas y dándome un gran beso. Lo recuerdo tirando comida de su bandeja y diciendo "Uh, oh". Lo recuerdo haciendo señas para pedir más comida o bebida. Recuerdo el casi presumido orgullo que sentía llevándolo a él junto a su hermana mayor en el cochecito doble al shul. O al almacén. Recuerdo malcriarlo, dándole de probar de lo que sea que yo estuviera comiendo. Dejarlo que se quedara despierto después de la hora de ir a la cama de todos los demás para poder pasar un poco de tiempo jugando a solas con él. Amamantarlo. Era hermoso, con su pelo rubio y sus ojos azules espiando por sobre su silla para auto cuando yo me acercaba a su puerta, jugando su propia versión de “¿Dónde está mamá?”.

Lloraba para aliviar la presión del dolor que sentía en mi pecho, pero no había ningún alivio.

Yo fui muy fuerte cuando él estuvo en coma. Fui más fuerte aún cuando Dios reclamó su preciosa alma. Después de los shloshim, el período de duelo de 30 días, se me hizo más difícil permanecer positiva. Después que nos mudamos estaba demasiado triste como para funcionar. Lloraba para aliviar la presión del dolor que sentía en mi pecho, pero no había ningún alivio. Estaba demasiado triste como para continuar con mi vida. Sentía que hacía todo como un robot. Me recordaba que debía ser una buena madre para los otros niños. No quería que perdieran a su hermano y a su madre, a pesar de haber estado allí físicamente. Jugué muy bien el rol de "enfrentar la pérdida". Yo me veía bien. Hablar o pensar sobre cómo me sentía en realidad era demasiado difícil, demasiado doloroso.

De alguna manera atravesé el primer año – viajar en autobús sin comprarle un pasaje, llevar niños en el auto sin contar su asiento como ocupado, comprar tres dulces para Shabat en lugar de cuatro, pensar en "cinco" en lugar de "seis" para hacer reservaciones y para preparar la mesa, su cumpleaños, su yortzait – y de alguna manera la fortaleza volvió. Estoy funcionando. Amo ser una madre para mis otros tres hijos. Rezo mejor. Me dirijo a Dios con más frecuencia. Y Él me ha ayudado a superarlo.

Sintiendo la Pérdida

Desde que tengo memoria, las Tres Semanas siempre fueron un tiempo extraño para mí. Observaba todas las costumbres de duelo – no me cortaba el pelo ni iba de compras. No escuchaba música. Pero me parecía una rutina que carecía de significado. Trataba de imaginar lo que estábamos perdiendo al no tener el Templo para poder sentir el dolor por estar en el exilio, pero era difícil hacerlo con mi familia perfecta, con mi hermoso hogar y mis bonitas ropas.

Ya no lucho para sentir dolor por algo que nunca amé o consideré querido.

Este año es diferente. Ya no más familia perfecta, ya no más hermoso hogar. Y mis bonitas ropas no significan nada sin mi hijo aquí para completar la imagen. Ahora me doy cuenta lo que debe haber sido hace 2.000 años perder el Templo. Teníamos un hogar en Jerusalem – un lugar que nos brindaba seguridad y confort. Caminar por la calle como judío generaba orgullo, muy parecido al orgullo que me generaba a mí llevar el cochecito doble con mis hijos. Y ahora el hogar ya no está. Destruido y quemado hasta las ruinas. Podemos ver el Kotel y sentir un poco de cercanía con lo que había allí, al igual que puedo sostener su colcha y recordar a mi hijo. Pero lo que realmente necesito y anhelo es la cosa de verdad.

Sé que con la llegada del Mashiaj y la reconstrucción de nuestro Templo también recuperaré mi completitud. Mi hijo y tantas otras preciosas almas volverán a nosotros. Todos estaremos completos. Todos sentiremos el confort, la confianza y la seguridad que necesitamos. Entonces, este año, verdaderamente lo siento. Siento el crudo dolor de que me hayan arrancado lo que me completa. Ya no lucho por desear algo que nunca conocí, hacer duelo por algo que nunca amé ni consideré querido. Porque he sufrido lo inimaginable, la intolerable pérdida de un hijo, entiendo un poco cómo debería sentirme como judía durante este tiempo. Anhelo tanto la redención final. Sólo quisiera no tener que haber aprendido por medio de la pérdida de mi hijo.

* * *

Un bebé muere sin pecados y se une a Dios en un nivel más alto que los más grandes tzadikim. Entonces, por más que quiera decir que escribo leilui nishmat por mi hijo, Menashe Kopel z'l, sé que todo lo que hago en su mérito es en realidad un bálsamo para mi propio dolor. Espero que los méritos que se le acreditan a Kopi se conviertan en méritos para sanar a otros niños enfermos.

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