Nuestro anhelo por Jerusalem

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Jerusalem sin la ciudad vieja era como un cuerpo sin corazón.

La primera vez que llegué a Israel en 1964, la Ciudad Vieja de Jerusalem estaba ocupada por los jordanos. El ejército jordano, conocido como la Legión Árabe, había conquistado la Ciudad Vieja amurallada en 1948, durante la Guerra de la Independencia de Israel. Los conquistadores exiliaron a todos los judíos de la Ciudad Vieja, la mayoría de los cuales habían vivido allí durante generaciones. Los jordanos se llevaron a los hombres como prisioneros de guerra y expulsaron a las mujeres, a los niños y a los ancianos, aferrados a sus bienes más valiosos mientras detrás de ellos incendiaban sus hogares.

Yo llegué con un grupo de 90 adolescentes norteamericanos afiliados con el movimiento conservador. Vimos a la Ciudad Vieja rodeada por bobinas de alambre de púas, “una tierra de nadie”, un cinturón estéril que separaba la ciudad nueva del Jerusalem judío de su antigua cuna como un prisionero en confinamiento solitario. Aunque el acuerdo de cese al fuego con Jordania le había prometido a los judíos que tendrían acceso a sus sitios sagrados (el Muro Occidental en la Ciudad Vieja, la tumba de la matriarca Rajel en Betlejem y la Tumba de los Patriarcas en Jevrón), el único judío al que los jordanos le permitieron la entrada fue a Rav Shlomó Goren, el rabino en jefe de las Fuerzas Armadas, a quien le permitieron entrar a buscar los cuerpos de los soldados judíos muertos.

Nuestro guía turístico nos llevó al Monte Tzión y nos hizo subir al techo de un edificio. Desde allí señaló una confusión de cúpulas y minaretes en la Ciudad Vieja y dijo: “Allí está el Kótel, el remanente del Muro Occidental del Monte del Templo, el sitio más sagrado para el judaísmo. Está ahí, detrás de ese edificio”. Nos esforzamos por verlo. Nos paramos en puntas de pie. Pero ni siquiera pudimos llegar a divisar una piedra del Kótel.

Esas mujeres añoraban a Jerusalem, el verdadero Jerusalem donde habían caminado los profetas.

Frustrada pero sin darme por vencida, ese verano regresé muchas veces al Monte Tzión. Allí, cerca de la tumba del rey David, había mujeres ancianas que se sentaban a rezar y a llorar. Al ser originaria de los suburbios de Nueva Jersey, vi por primera vez en mi vida algo que me intrigó y me fascinó: el anhelo. Esas mujeres añoraban a Jerusalem, el verdadero Jerusalem donde habían caminado los profetas, donde la presencia tangible de Dios habitaba en el Templo Sagrado, hace tanto destruido pero nunca olvidado. “Si te olvidara, Oh Jerusalem, que mi mano derecha olvide cómo moverse”. Estas eran las palabras que saltaban de los Salmos al llanto y la añoranza de esas mujeres, para quienes los vestigios de una realidad espiritual destruida era más real que cualquier otra cosa. “Que mi lengua se pegue a mi paladar si no colocara a Jerusalem sobre mi alegría”, continuó diciendo el salmista.

Yo no entendía las palabras en hebreo que esas mujeres pronunciaban, pero al venir de un mundo de centros comerciales y comedias televisivas, entendí que su realidad espiritual era más auténtica que cualquier cosa que yo conocía. Su intenso anhelo no era por un amor romántico, como en las canciones populares, ni por una casa grande, un nuevo auto o un guardarropa más a la moda. Ellas añoraban el lugar en el cual Dios se había revelado durante casi mil años en los dos Templos Sagrados, y donde la presencia de Dios seguía persistiendo sobre las antiguas piedras del Kótel. El Monte Tzión era lo más cerca que los judíos podían llegar de su sitio sagrado, pero estaba cruelmente lejos del mismo.

Hace cincuenta años el corazón fue restaurado al cuerpo del pueblo judío.

Sin lugar a dudas, la ciudad nueva de Jerusalem comenzó a florecer desde que los judíos se aventuraron a salir de las murallas de la Ciudad Vieja en 1860 a las casas que les construyó Sir Moshé Montefiori. Nuestro grupo de jóvenes se albergó en el Hotel Ron en la bulliciosa calle Jaffa. El edificio de la Knéset estaba en construcción. Las oficinas del renacido estado judío se encontraban desparramadas por al capital. Pero Jerusalem sin la Ciudad Vieja era un cuerpo sin un corazón. Y cada judío, tanto los residentes como los turistas, lo sentían.

El 7 de junio de 1967 los paracaidistas israelíes entraron por la Puerta de los Leones y liberaron a la Ciudad Vieja del control jordano. Ellos corrieron primero hacia el Monte del Templo, desplegaron allí una bandera israelí y se dirigieron hacia el Kótel. Todos hemos visto la famosa filmación de los soldados judíos llorando y celebrando, conmocionados por la intensidad del momento y felices por su reencuentro con la eternidad.

El anhelo se había cumplido. Hace 51 años el corazón fue restaurado al cuerpo del pueblo judío.

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