Tishá B’Av, Auschwitz y el Shemá

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Mis bisabuelos fueron asesinados por los nazis, pero ellos aún son una presencia poderosa y vibrante en mi vida.

Todas las mañanas, cuando levanto mi mano derecha para cubrir mis ojos y recitar el Shemá, la plegaria central del judaísmo que expresa la unicidad de Dios, me encuentro, por así decir, a las puertas de Auschwitz. Porque fue allí que mis bisabuelos, Moshé y Tzirel Herman por un lado, y Yekutiel y Rivká Plattner por el otro, fueron asesinados, sin la opción de dejar una tumba en la cual rezar y meditar, sino meramente unos cuantos fragmentos de huesos no identificados y ceniza que fueron tragados hace tiempo por la tierra de ese lugar maldito y vacío.

Los abuelos de mis padres, Moshé y Tzirel Herman.Los abuelos de mis padres, Moshé y Tzirel Herman.

Pronto, los judíos de todo el mundo observarán el ayuno de Tishá B’Av, el noveno día del mes judío de av, que conmemora la destrucción del Templo de Jerusalem en el año 70 EC. La fecha está grabada en la conciencia judía como un día lleno de peligro, en donde se siente el olor de la tragedia. En Tishá B’Av de 1290, los judíos fueron expulsados de Inglaterra, mientras que en la misma fecha del año 1492 el Rey Fernando y la Reina Isabel de España expulsaron a la población judía de la Península Ibérica, en una malvada recrudescencia de la Inquisición Española. Tishá B’Av entró a la historia moderna cuando coincidió con el 1 de agosto de 1914, marcando el primer bombardeo alemán en la conflagración que se transformaría en la Primera Guerra Mundial, y que sentó las bases para el inimaginable genocidio y carnicería de la guerra subsecuente.

Y el 23 de julio de 1942, Tishá B’Av de ese año, Heinrich Himmler recibió la aprobación formal nazi para implementar la ‘Solución final’.

Los padres de mi abuela, Yekutiel Haleví y Rivká Plattner.Los padres de mi abuela, Yekutiel Haleví y Rivká Plattner.

El Shemá, “Escucha Israel, Hashem es nuestro Dios, Hashem es Uno” está en el mismísimo centro de la creencia judía, del alma judía. Es el credo por el que los judíos dieron sus vidas a través de los siglos. Durante cientos de años, al ser enfrentados con el ultimátum “judío, ¡conviértete o muere!” dicho a punta de espada por los merodeadores cruzados, los temibles cosacos o los enardecidos campesinos europeos, la gran mayoría de mi pueblo se cubrió los ojos, invocó el Shemá y eligió el martirio.

Mis bisabuelos no tuvieron esa opción. Como es bien sabido, los sanguinarios nazis persiguieron a todo quien tenía algún remoto ancestro judío en su árbol genealógico, incluso muchas generaciones antes. La creencia religiosa, para los nazis, era indiferente.

Cuando me cubro los ojos, puedo ver las vías del tren que conducen hacia la entrada del infierno. Y estoy con mis bisabuelos, con su hija cuyo nombre tengo yo, y con el esposo de ella y sus tres hijos, cuyos nombres sólo Dios recuerda. Paso junto a ellos bajo las obscenas palabras arbeit macht frei, de la entrada arqueada. Y estoy en el crematorio, recitando las palabras sagradas junto a ellos, Shemá Israel, Hashem Elokeinu, Hashem Ejad mientras sus almas abandonan sus cuerpos.

Conversando con mi abuela hace varios años, dije algo al pasar: “Hablo con mi madre todos los días”. Su respuesta fue inmediata, sorprendente por su intensidad. “Yo también”. El dolor de esa cruel amputación nunca menguó. Ella sintió agudamente la pérdida de su madre hasta el día en que murió.

En los años recientes, yo también comencé a hablarle a su madre, a su padre y a los padres de mi abuelo. No necesito presentarme, porque debajo de las hendiduras y las arrugas de la prenda de las generaciones, soy hueso de sus huesos, carne de su carne. Les digo que en mi casa se sentirían cómodos, que los objetos sagrados y los libros familiares que tuvieron un rol tan prominente en sus vidas son el centro de mi vida también. Les digo que el judaísmo que vivieron tan intensamente, la pasión con la que invirtieron en la educación de sus hijos, no se perdió en la desgarradora transición de su familia entre el viejo mundo y el nuevo. Nosotros, las generaciones que no vivieron para ver, estudiamos la misma Torá, respetamos los mismos mandamientos, observamos el mismo Shabat, caminamos con la luz de los fuegos que ellos encendieron.

Cada noche, me siento junto a la cama de mi hija menor y la veo cubrir sus ojos y recitar el Shemá. En el silencio, escucho el eco de las voces en la profundidad del pasado, y bien lejos en el futuro.

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