Venciendo el mal

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Cuando tenía 1 año de edad sobreviví la selección del Gueto de Kovno, la cual eliminó a un tercio de la población.

Mi historia comienza y termina con una profecía que fue enunciada por mi abuela cuando yo nací. "Esta pequeña", dijo ella, "puesto que nació el primer día del año judío, tendrá suerte durante toda su vida".

Seis meses después, los nazis invadieron Lituania y la palabra "suerte" desapareció para todos los judíos que vivíamos allí.

Para cuando tenía 8 meses nos vimos forzados a vestir una estrella de David color amarillo, y para cuando tenía 10 meses nos convertimos en prisioneros del campo de concentración/trabajos forzados conocido como el Gueto de Kovno. Cuando tenía 1 año de edad sobreviví la selección en la cual un tercio de la población, mayoritariamente niños y ancianos, fueron asesinados.

Durante los dos años siguientes, las enfermedades, la hambruna, el trabajo duro, la falta de madera para calentarnos y el constante terror de no saber qué ocurriría a continuación, diezmaron a otro tercio de la población. Y entonces vino el "Kinder Aktzie", la redada en la que la SS fue casa por casa llevándose a todos los niños menores de 12 años y a todos los adultos que no eran aptos para trabajar.

Gracias al jefe de mi padre, un nazi con conciencia, fuimos advertidos y construimos rápidamente un escondite en el cual nos mantuvimos ocultos.

En el segundo día vinieron a nuestra casa. Recuerdo el terror que sentí en la oscuridad del agujero, mientras la mano de mi madre presionaba mi boca para que mi llanto no nos delatara. Por suerte los nazis y sus perros no descubrieron nuestro escondite, pero desde entonces en adelante tuve que mantenerme en el interior de la casa, pues aparentemente no quedaba ningún niño en el gueto.

Cada día que pasaba, mis padres, Riva y Salomón Baicovitz, estaban más desesperados pues las posibilidades de supervivencia eran cada vez menores, por lo que tomaron una decisión que ningún padre debería verse enfrentado a tomar: me dieron en adopción.

El 11 de mayo de 1944, mis padres me dijeron que me amaban y que si podían volverían por mí, pero que yo nunca debía preguntar por ellos, pues si lo hacía, los malhechores me matarían a mí y a ellos. Me dieron una poción para dormir y, cuando hizo efecto, me pusieron en un saco de papas.

Un desgarrador escape

Afuera nos esperaba una carreta. Mi saco se encontraba encima de los otros sacos, y entonces la carreta comenzó a viajar junto a la reja del gueto. En un tiempo y lugar fijados con anterioridad, mi saco fue lanzado por encima de la cerca con púas. Dos mujeres que habían estado esperando corrieron hacia la reja, me sacaron del saco y me pusieron en un cochecito para bebes. Yo seguía durmiendo mientras ellas me llevaban a lo que todos esperaban sería una oportunidad para vivir. Yo tenía 3 años y medio en ese entonces.

Mi destino le había sido confiado a alguien a quien mis padres nunca habían conocido. Miriam Shulman era una mujer judía que provenía de una prestigiosa familia rabínica. Ella había situado clandestinamente tanto a sus hijos como a los de otros con los pocos lituanos que estaban dispuestos a recibirnos.

En un lapso de 8 semanas, los menos de 6.000 reclusos restantes del gueto fueron obligados a marchar a través de la ciudad rumbo hacia la estación de trenes. Los subieron a los vagones de ganado y los enviaron a campos de concentración: los hombres a Dachau en Alemania y las mujeres a Stuthoff en Polonia.

Pocos meses después el ejército soviético liberó Kovno y entonces salimos de nuestros escondites. Pero el gueto había sido liquidado, dinamitado y destruido, y sus habitantes, incluyendo a mis padres, se habían ido y presumiblemente se encontraban muertos. Afortunadamente para mí, en lugar de ponerme en el orfanato, Miriam me acogió y, cuando ella decidió dejar Kovno, me llevó con ella y con sus otros hijos. En enero de 1945 comenzamos nuestra peligrosa travesía entre la nieve y la devastación de Europa. No teníamos documentos, comida o dinero, y los siguientes 10 meses fueron una pesadilla. De alguna forma nos las arreglamos para llegar hasta Rumania y allí, en el mes de mi quinto cumpleaños, abordamos un barco rumbo a Israel.

A pesar de que nunca preguntaba por mis padres, no los había olvidado. Lloré durante todo el viaje hacia Jerusalem mientras le hacía frente al hecho de que era una huérfana, y esa misma noche comencé a llamar a Miriam ima, que significa "mamá" en hebreo.

Medio año después, cuando ya me había adaptado totalmente a mi nueva situación, ima me mostró una fotografía que había llegado por correo. "¿Sabes quiénes son estas personas?".

Mi corazón se aceleró. "Esta era mi mamá y este era mi papá".

Miriam me abrazó y, con lágrimas en los ojos, me dijo que mis padres estaban vivos y que mi madre venía por mí.

La profecía de mi abuela

Mis dos padres sobrevivieron, milagrosamente, a las atrocidades de los campos de concentración y de las marchas de la muerte. Mi madre había sido liberada por el ejército ruso y alguien le informó que yo había sobrevivido. A pesar de que su cuerpo estaba devastado por la malnutrición y por la congelación, ella escapó del campamento para buscarme a lo largo de toda Europa.

De los 40.000 judíos de Kovno sobrevivieron unos 2.000.

Un mes antes de mi sexto cumpleaños, salí corriendo de nuestra casa en Jerusalem hacia los brazos de mi madre.

Cinco meses después llegaron los papeles que me permitían ingresar a Cuba y tuve que despedirme de Miriam y de mis hermanastros. El 6 de febrero de 1947 desembarcamos en la Havana y me reencontré con mi padre.

En los 3 años que habían transcurrido, 27 miembros de nuestra familia cercana habían muerto. Y de los 40.000 judíos de Kovno, sólo 2.000 habían sobrevivido.

Mi abuela Minda no lo logró. Pero sí lo hizo su profecía, pues aquí estoy, tantos años después, siendo una prueba viviente de que el mal puede ser vencido por las acciones, tanto las pequeñas como las grandes, de unas pocas buenas personas.

Este artículo apareció originalmente en el periódico Charlotte Observer.

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