Avergonzar a alguien en público es equiparable al asesinato

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Aún recuerdo vivamente la mortificadora experiencia que tuve en sexto grado cuando mi maestro me avergonzó frente a la clase.

A veces me pregunto por qué la Torá equipara el hecho de avergonzar a alguien en público con el asesinato. ¿Por qué es una ofensa tan grave? Por supuesto, entiendo que avergonzar a otros no es algo bueno, ¿pero acaso no hay transgresiones mucho peores que merecen ser equiparadas con el asesinato?

En un esfuerzo para llegar al fondo del tema, conduje una encuesta informal. Uno de los resultados interesantes de mi investigación poco científica fue que todos los que alguna vez fueron avergonzados en público lo recuerdan, sin importar cuán trivial haya sido el asunto, cuán irrelevante fuera el tema ni cuánto tiempo haya transcurrido desde entonces.

Considero que mi caso es un ejemplo típico. A diferencia de mi esposo que asegura recordar haber mirado entre las barras de su cuna, yo no tengo buena memoria para los incidentes del pasado. En general todo es una gran nebulosa de impresiones emocionales y psicológicas, con frecuencia poco detalladas y muy rara vez algo específico. Pero sí recuerdo vivamente los detalles de un incidente vergonzoso en sexto grado. Fue durante una competencia de ortografía en el aula. Había dos equipos de estudiantes de 12 años.

En los momentos finales del concurso me puse nerviosa y cometí un error tonto que provocó que mi equipo perdiera. (Por supuesto que también recuerdo la palabra con la que cometí el error. En vez de deletrear la palabra "catedral" dije "cadretal", en caso que alguien se lo esté preguntando).

Entonces el maetsro me dio un golpecito en la cabeza con un libro. Fue un golpecito suave. Incluso en el mundo actual más progresista, no sería considerado un caso de abuso.

Pero me sentí humillada. Fue mortificante.

No recuerdo nada más de sexto grado. Pero el recuerdo de esa vergüenza perduró toda mi vida.

No recuerdo qué ocurrió después. Supongo que debe haber habido alguna celebración en honor del equipo ganador y que regresamos a nuestros bancos y a nuestros estudios. No recuerdo nada más de sexto grado (ni de quinto, para el caso). Pero el recuerdo de esa vergüenza ha perdurado toda mi vida, y no enterrada en los oscuros recovecos de mi subconsciente, sino que como parte de mi memoria consciente.

Y eso me hace pensar. Porque gran parte de lo que la Torá nos está enseñando es a enfocarnos en el impacto que tienen nuestras palabras y nuestros actos, incluso aquellos que parecen relativamente pequeños e insignificantes. Y a recordar que debemos tratar a los otros seres humanos con respeto.

No creo que ese maestro haya querido dañarme. Pienso que se sorprendería al descubrir que hoy escribo sobre ese incidente. Pero creo que si hubiera pensado antes de actuar, no lo hubiera hecho.

Esta idea es muy fuerte ahora que estamos cerca de Iom Kipur. A veces cuando miramos hacia atrás a nuestro año (o nuestra vida) no logramos encontrar un gran error, ese gigantesco paso en falso, esa equivocación devastadora y crucial. ¡Y eso es muy bueno! Pero no significa que no tengamos trabajo por delante. No significa que no tenemos que examinar nuestros actos y efectuar cambios. Porque con frecuencia son las cosas pequeñas las que marcan la diferencia, las pequeñas críticas, los pequeños chistes son los que más duelen. En eso es donde debemos enfocarnos, allí es donde todos tenemos que crecer. Para construirnos hacen falta pequeños actos y pequeñas palabras e igualmente pequeños son los actos que pueden destruirnos.

Hace poco una de mis hijas se mudó de casa. Mientras desempacaban, todo el tiempo los vecinos llamaban a la puerta para presentarse, para invitar a sus hijos a jugar, para darle bollos de canela. Ellos lograron que mi hija y, todavía más importante, sus hijos, se sintieran bienvenidos en el nuevo barrio. Ninguno de los actos de esas personas fue demasiado destacable, pero cada uno marcó una gran diferencia.

Si tratamos a la gente con respeto, como si fueran importantes, como si los viéramos como individuos valiosos, entonces es menos probable que seamos insensibles y que lleguemos a avergonzarlos en público. Pero lamentablemente también ocurre a la inversa. La indiferencia lleva a la falta de sensibilidad, lo que lleva a…

Si mi maestro de sexto grado hubiera comprendido que sus actos serían recordados 50 años más tarde, se hubiera tomado un minuto para reflexionar antes de dejar caer ese libro sobre mi cabeza. Todos podemos determinar dónde aprovechar esta lección en nuestras propias vidas.

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