¿Eres feliz? ¿Quieres serlo?

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Sucot es la época en que el judío debe alegrarse más que en cualquier otro momento del año.

Siete días de alegría. Suena hermoso, ¿verdad? Sin dolor, ni malestar, ni angustia. ¡Magnífico! Sin embargo, en la realidad, no es tan fácil como uno quisiera que fuera…

Sucot es la época en que el judío debe alegrarse más que en cualquier otro momento del año (Devarim 16:14) y aprender a “ser” alegre (Devarim 16:15). Para que quede claro de qué estamos hablando, es importante precisar que simjá ‘alegría’ es un estado de ánimo constante que no depende de factores externos coyunturales que varían, no requiere estímulos de ninguna índole, ni alcohol, ni chistes, ni música, ni baile. Es el resultado anímico de una reflexión intelectual.

Sin embargo, al contemplar la vida y escuchar la manera de expresarse de la gente, uno percibe que lo que menos hay es alegría, y si la hay, existe en instantes fugaces que rápidamente dan lugar a las constantes preocupaciones, la incertidumbre, la ansiedad, la angustia por el futuro, y la frustración porque las cosas no van como uno quisiera. Es más, frecuentemente se observa cómo con mucha rapidez, las personas pasan de un estado de ánimo jocoso y divertido (dando la impresión de estar bien, alegres y distendidas), a una situación de profundo enojo por algún detalle que les haya resultado molesto. Uno intuye, entonces, que esa imagen de regocijo y agrado que se creía celebrar hace apenas unos instantes, no era sino una careta fingida de pena y disgusto interno (que se trata de encubrir).

La pregunta entonces es: ¿hay algo que podamos corregir para llegar a aproximarnos realmente a la alegría genuina?

Sin duda que sí. Sepamos solamente para intentarlo, que lo que sigue va en sentido contrario al estilo de vida común de nuestra sociedad y a los cuales, en muchos casos, hemos estado acostumbrados durante muchos años. El proyecto de intentar una vida distinta requiere, por lo tanto, mucho esfuerzo; posiblemente mayor al de comenzar a comer kósher o colocarse tefilín siendo ya adulto; y los resultados pueden demorar en llegar. (Justamente, uno de los factores que no nos permiten disfrutar lo que hacemos, es la forma corriente de esperar frutos instantáneos, y no respetar y disfrutar los resultados parciales de las gestiones que emprendemos). Se requiere mucha perseverancia y paciencia, y se trata —mayoritariamente— de un trabajo interno de actitudes y modos de reflexión personales. Y, en todo caso, no se puede dejar de lado a nuestro “Socio”, sin cuya asistencia no lograremos absolutamente nada.

1. Aceptarse a uno mismo, tal como es

El primer paso se da al aceptarse a uno, tal como es. Esto no impide el afán de crecimiento. No obstante, es ineludible reconocerse y saberse querido y valioso. Mientras la persona sufre una baja autoestima, le es extremadamente difícil ser feliz pues mentalmente cree que debiera ser distinto, que es un pobre desdichado que no ha sido dotado con los recursos que poseen los demás, que está destinado a fracasar, que nadie lo aprecia, que ni siquiera posee características que lo conviertan en importante frente a la gente.

¿Dónde y cuándo se adquiere la sana autoestima? Básicamente en el hogar propio siendo muy pequeño, a través de la aceptación y valoración provista por los seres queridos, y luego se refuerza en el entorno siguiente de la escuela, etc.

Cuanto más estereotipada nuestra sociedad que presenta modos únicos de silueta, de estilos de ropa, de formas de hablar, etc., menos espacio queda para la individualidad y para poder manifestarse y mostrarse tal como uno es, aceptarse y creerse admitido por los demás. En papel esto puede ser claro, pero para poder hacerlo realidad en la vida de uno, hay que poder tomar distancia e independizarse de aquellos modelos “tipo”, y decidir sobre objetivos claros y productivos para uno mismo. Todo esto, sin esperar la aprobación y el aplauso de las masas (obviamente intentando no herir a nadie), y contentándose con el estímulo que da Aquel que evalúa y contabiliza objetivamente los esfuerzos, las acciones y las convicciones que las impulsan.

Respecto de los hijos, que los padres deseamos que sean felices, esto tiene aspectos substanciales a tomar en cuenta. Ellos se miden primordialmente en sus primeros años a través del aprecio y de las palabras de reconocimiento y aceptación que les dirigimos. Los papás queremos —frecuentemente— que ellos “rindan más”, que tengan mejor conducta, que sean más respetuosos. Cuando sentimos que no están a la altura de lo esperado por nosotros, les manifestamos expresiones de descontento y de insatisfacción. Cuando esto sucede en desproporción a las palabras de aliento y estímulo, cuando esto ocurre en forma demasiado reiterada, cuando las expresiones de censura son exageradas en su esencia o en el tono de voz (para que se den cuenta de que lo que decimos va en serio…), todo esto redunda en una progresiva caída del aprecio y de la fe que tienen ellos en sí mismos.

Si bien la situación no es idéntica, suele suceder esto mismo en las relaciones laborales y escolares.

2. La satisfacción duradera es resultado de acciones valiosas

El siguiente aspecto a tomar en cuenta, es que la satisfacción duradera en la persona proviene de realizar acciones que entiende son valiosas. Es posible que una persona se equivoque y arriesgue reconocer en algún momento de su vida que lo que ha construido no es más que “un castillo de naipes”. Sin embargo, cuanto más aferrado está a la búsqueda de la verdad y cuanto más coherente con esa línea de pensamiento se conduce, menos riesgo corre de errar, y aun si llegara a desacertar, sentirá que ha hecho lo que debía hacer - según las circunstancias. Sin embargo, la falsedad en la acción, simulación de los sentimientos y la falta de coherencia en la vida en general, crean un vacío que aun intentando encubrir, se percibe en el alma y da lugar al autodesprecio. Uno entiende mejor, entonces, el énfasis puesto por los Sabios en no limitarse al cumplimiento técnico de los preceptos, sino a concentrarse y enraizar el significado de las acciones, experimentando verdadera alegría al obedecer Su voluntad.

Incluso en las relaciones interpersonales, el individuo se percibe íntimamente “artificial” cuando las palabras son simuladas, y el vínculo es aparentado y no auténticamente sincero.

A medida que el mundo se globaliza, todos estamos más expuestos a ser vistos y confrontados con otros. Nada está libre de la competencia, y todo parece valer solamente en comparación con los demás. Sólo el campeón es reconocido. Si no se logra, no se celebra. Vivimos inmersos en el exitismo. El esfuerzo suele no valorarse, en el mejor de los casos, se le “tiene lástima” (que se convierte en el peor castigo, pues es visto como una señal de debilidad). En un mundo carente de respeto a Dios, el individuo se atribuye los logros, jactándose falsamente de cuánto emprendimiento alcanzó, y muchas veces - también culpándose traidoramente de “sus” fracasos, cayendo en la depresión por jamás haber aprendido a canalizar las frustraciones de las que nadie está exento.

Lamentablemente, esto está unido a la falta de preparación en educación generosa para saber respetar al adversario, ver en él un semejante más que un enemigo, y alegrarse con la felicidad ajena, permitiendo que lo que es bueno sea disfrutado por todos. ¡Cuánto más distendidos estaríamos, si supiéramos compartir naturalmente lo que tenemos y ser solidarios con las personas!

3. Modestia

El próximo paso: se requiere un trabajo minucioso con respecto a las cualidades internas. Por encima de todo, es menester aproximarse a la modestia. El problema de ser arrogante no es solamente que “queda feo” (este “problema” es el menor), sino que la soberbia está mal. “Dios no puede habitar junto con él en un mismo mundo” (Talmud Sotá 5a).

El engreído supone que todo el honor que otros le pueden llegar a demostrar es invariablemente insuficiente, que otra persona jamás debe estar en mejor situación que él, que él mismo nunca se equivoca (siempre tiene la razón), y que no debe pedir ayuda de nadie (por considerarse él mismo perfecto). Por ende, el arrogante no puede ser feliz.

4. Gratitud por lo bueno

Pasemos ahora a uno de los puntos claves al que la Torá hace alusión en tantas instancias: sentir gratitud por todas las cosas buenas que nos suceden, grandes y pequeñas. En un mundo crecientemente tecnificado que nos presenta “chiches” nuevos (para niños y adultos) a diario, publicitándolos en cuanto espacio libre público se pueda, se pierde la emoción del goce de lo natural y simple, tomando las cosas por obvias: la flor, la sonrisa, el techo bajo el que vivimos, la salud, la familia, nuestra capacidad intelectual, etc. No le quepa la menor duda que la alegría de vivir, se aumenta exponencialmente en el momento que el ser humano advierte todo lo bueno que le sucede a cada instante. Sí, efectivamente, esto requiere tranquilidad mental, serenidad y contemplación, siendo todos estos, recursos que escasean.

Es menester esclarecer en este aspecto, que materialista no es aquel que se ocupa de lo material, sino aquel que le atribuye una trascendencia que no le corresponde. En nuestras mentes, está muy embebida la noción que lo material nos hará felices. Seguramente muchos lo desmintamos, o hagamos algún comentario hipócrita como el que “el dinero no hace feliz, pero calma los nervios…”. Kohelet expresa lo contrario: “quien ama el dinero, no estará satisfecho con dinero” (Kohelet Rabá 5:9). Los Sabios dijeron, asimismo: “quien posee una maná, pretende el doble…” (Kohelet Rabá 1:13, 3:10)

Alguna vez escuché la famosa pregunta: “¿Qué prefiere Ud., ser feliz o millonario?”. La respuesta espontánea es: “ambos” (acorde a nuestra mentalidad, el dinero es el que nos hace felices, y nadie quiere renunciar a nada). Así es que, cuando la pregunta es “una o la otra”, titubeamos…

5. La famosa inseguridad

Por último, nos queda un punto a analizar: un elemento que progresivamente va complicando nuestra vida es la famosa inseguridad. Nos enteramos y “participamos” inmediatamente a través de los medios de comunicación masivos, de toda tragedia que sucede en cualquier sitio del planeta, conociendo los detalles de manera morbosa con imágenes horripilantes y macabras. Nos identificamos con las víctimas inocentes y nos indignamos por la impunidad de los victimarios. Sentimos alarma y temor.

Si bien se utiliza este término en general en relación a la integridad física de las personas, por el peligro del terror y de la delincuencia, en realidad el concepto de la inseguridad se extiende a la desprotección y los miedos que todos podemos sentir en un mundo que cambia día a día con una velocidad vertiginosa. Peligran nuestros puestos de trabajo, la constancia de los clientes, se modifican los gustos y caprichos de los consumidores, otros logran producir nuestra mercadería mejor y por menos costo, etc.

Sentimos que no tenemos “tiempo” para “prepararnos” mentalmente hacia cualquier cambio, que sin duda sucederá en cualquier momento. La inestabilidad en los vínculos —hasta de los seres más inmediatos— crea una desconfianza casi automática en la gente. Las familias se tornaron endebles, los lazos son más frágiles.

La falta de contención es evidente en niños… y grandes (que están a cargo de sus hijos y silenciosamente, e inadvertidamente, vierten en ellos sus propias angustias). La alternativa anímica más frecuente a la alegría es la ansiedad, y los niños responden negativamente a esa sensación tan prevaleciente con agresiones mutuas y violencia, tal como la ven suceder entre los mayores, aun cuando estos la manifiestan “con guantes blancos”.

Entonces, ¿por dónde comenzamos? En la búsqueda de la alegría genuina, tal como lo enseña la Torá.

La alegría florece a través de la confianza en Dios, por aceptarse, por saber que Dios ama a cada uno de nosotros y ha invertido en cada uno una imagen y características singulares que lo convierte en especial y con una misión única y valiosa, por alejarse de la competencia improductiva, aproximarse a la humildad y sentir gratitud por estar vivo y poder realizar nuestra misión en la vida.

 

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