Una sucá hecha de nieve

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Perdida en una montaña, bajo las estrellas, sentí miedo y el amor protector de Dios.

La montaña no tenía pistas de esquí suficientemente desafiantes. Eso fue lo que decidimos después de aburrirnos bajando varias veces por pistas supuestamente “escarpadas” que habrían sido consideradas pistas para principiantes en los lugares donde acostumbrábamos esquiar. En esa brumosa y congelada tarde, nos paramos bajo los pinos y analizamos la posibilidad de trazar nuestras propias pistas. No recuerdo quién fue el que convenció finalmente al resto del grupo, pero poco después, estábamos agachándonos para pasar por debajo de una cinta amarrilla de precaución colgada entre dos inmensos árboles, ignorando de paso la señal que había junto a ella: ¡Peligro! ¡No esquiar fuera de los recorridos marcados!

La bajada era perfecta; había nieve polvo, la pendiente era pronunciada y la emoción de trazar nuestro propio camino superaba el miedo al terreno desconocido que se extendía delante de nosotros. Brian, que estaba al frente del grupo, se detuvo y nos gritó.

—Frenen. Creo que estamos varados.

Nos acercamos a Brian y contemplamos el pronunciado acantilado que comenzaba a unos pocos centímetros de nuestros esquíes. Soplaba un fuerte viento mientras la voz de Brian hacía eco en la montaña.

—¿Y si tratamos de saltarlo? —exclamó.

—¿Estás loco? Si saltamos moriremos —dijo Ezequiel—. No sabemos si debajo nuestro hay nieve o rocas, nadie saltará.

Hubo un momento de silencio incómodo, al tiempo que las ramas de los árboles chocaban unas contra otras, haciendo que los pedazos de hielo se golpearan entre sí. ¿No viste la señal? ¿No viste la cinta amarilla?, pensé. Me saqué los esquíes y sentí cómo mis botas se hundían en la nieve.

—Caminemos por el bosque en esa dirección y veamos si podemos encontrar un camino —sugerí.

En el aire había como una mezcla del ruido de nuestros esquíes y el miedo tácito que nos abrumaba. Esto ocurrió en la época en que los niños todavía no tenían teléfonos celulares; estábamos completamente solos. ¿Y si no podemos volver? ¿Y si oscurece y baja la temperatura? ¿Acabábamos de hacer la última y más tonta elección de nuestras jóvenes vidas? ¿Y si no teníamos una segunda oportunidad?

Caminando con pesadez por el bosque, con los esquíes sobre nuestros hombros, tratamos de hablar sobre alguna tontería para diluir el pánico que crecía cada vez más a medida que el día se tornaba cada vez más frío. El cielo comenzó a oscurecerse y carecíamos por completo de ideas y de energía. Me senté bajo un árbol y Karen se desplomó a mi lado.

—Es mejor que se levanten chicas. No pueden quedarse sentadas con esta temperatura. Sigan caminando. ¡Chicas, levántense! —La voz de Ezequiel parecía estar a miles de kilómetros, a pesar de que estaba parado a nuestro lado.

—No podemos seguir —insistió Karen.

Brian, cabizbajo, le pidió a Ezequiel que lo siguiera.

—Nosotros seguiremos y conseguiremos ayuda. Tendremos que ir más rápido.

Karen y yo nos sentamos en silencio mientras el viento apilaba nieve a nuestro alrededor formando paredes que parecían ser como de suave algodón. Yo estaba aterrorizada. ¿Y si aquí terminaba todo? Aquí, en esta helada montaña, sólo porque no quisimos esquiar en los recorridos demarcados.

—¿No eres religiosa? —me preguntó Karen, tartamudeando por el frío.

Asentí y miré hacia arriba, hacia las ramas desnudas que teníamos sobre las cabezas, contemplando el hermoso cielo del atardecer.

—Entonces, ¿qué debemos decir en un momento como este? —preguntó Karen.

—El Shemá. Mi abuela me enseñó que diga el Shemá cada vez que tenga miedo.

—¿Cómo es? —preguntó Karen.

Comencé a enseñarle la amada plegaria de mi infancia, palabra por palabra. La canción de cuna que había alejado todo mi dolor, la oración que se había transformado en mi ancla en un mundo sin anclas. Las paredes de nieve continuaban haciéndose cada vez más altas a nuestro alrededor. Las ramas se esparcían sobre nosotras como un techo construido con plegarias.

—Esto me recuerda nuestra Sucá —le dije a Karen.

Le describí las paredes de nuestra sucá y cómo veíamos las estrellas a través de las ramas del techo, como joyas que brillaban y encendían el fuego del alma. Le hablé sobre la brillante porcelana y el vapor de la sopa de pollo chocando contra el aire frío. Sobre las decoraciones, las canciones y los invitados, que se sentaban amontonados en sillas plegables. Le conté cómo la luz de la luna generaba un centelleo plateado y cómo algunas noches el viento agitaba el mantel blanco formando una ondeante y majestuosa nube.

—Eres afortunada. Me gustaría haber visto una sucá —dijo Karen con su voz desvaneciéndose.

Pero sus palabras resonaron en mi interior. Yo era tan afortunada. Había tenido una vida embellecida con un refugio para mi alma. Año tras año, sentí el abrazo de Dios mientras me tenía allí, mostrándome que estaba feliz de tenerme de nuevo en Su Palacio hecho de estrellas, la luz de la luna y manteles ondulantes. Había conocido el confort de la fe rodeándome en todas las direcciones. Había sentido la alegría de sentirme protegida por el amor incondicional de Dios. No importaba cuán alejada hubiera estado del recorrido, siempre me invitaba a entrar nuevamente. Sumergida en el interior, cada año, había dejado atrás todos los lugares efímeros y desilusionantes; había disfrutado de la belleza de la verdad, abrazada por la pureza de la protección envolvente de la sucá.

Mientras miraba cómo brillaba el hielo de las ramas que había sobre mí y en las paredes de nieve que me rodeaban, vi que Dios me estaba protegiendo también en ese momento. Con todas las sucot que había conocido y que conocería en el futuro. Con las palabra del Shemá elevándose en el aire sobre mí. Con el sonido de ayuda llegando a medida que las pisadas se sentían cada vez más cercanas. Ezequiel y Brian habían encontrado a la patrulla de esquí. Podíamos escuchar las voces acercándose mientras aparecían las primeras estrellas a través de los árboles.

Aún puedo escuchar el eco de ese Shemá que se elevó sobre y más allá de nosotras en aquel gélido día. Año tras año, cuando me siento en la sucá, recuerdo lo bendecida que soy. Fui recibida nuevamente en Su palacio hecho de estrellas, luz de luna y amor infinito. Fui protegida en una sucá hecha de nieve.

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