En Jerusalem, el cáncer nos vuelve a todos iguales

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En una clínica oncológica de Jerusalem no existe la política.

Estoy en el hospital Shaarei Tzedek, esperando los resultados de mis análisis de sangre para saber si estoy suficientemente sana para recibir mi cóctel de quimioterapia, cuando se me acerca un joven árabe y me pregunta un poco avergonzado:

—¿Puedo preguntarle algo?

—Seguro. —Le sonrío, para que se sienta más cómodo.

—Mi esposa recibe quimioterapia —me dice y señala hacia la otra esquina de la habitación, donde está sentada una mujer joven con los ojos cerrados y una expresión de dolor en el rostro—. Los médicos me dijeron que se le va a caer el cabello. Yo sé que las mujeres religiosas se cubren el cabello con pelucas y me pregunto dónde puedo comprar una peluca para mi esposa.

Me imagino cuán difícil debe haber sido para él esa conversación. Afortunadamente puedo darle los nombres de algunas organizaciones maravillosas que hacen pelucas para enfermos de cáncer y las dan gratuitamente.

Perder el cabello es uno de los efectos secundarios visibles más traumáticos de la quimioterapia. Pocas cosas anuncian al mundo con más fuerza "yo tengo cáncer" que una cabeza completamente calva, lo que recuerda espantosamente a las fotos de las mujeres en los campos de concentración.

Frente a mí hay sentadas dos monjas. Ellas acompañan a otra monja que está en una silla de ruedas. Hablan entre ellas en francés y van a traerle una manta y algo para beber. Ellas se preocupan por brindarle todo lo que necesita.

También hay una madre joven con un niño de unos ocho o nueve años. La madre recibe el tratamiento y me imagino que no logró encontrar a nadie para que se quedara con su hijo. Los técnicos se llevan al niño a su oficina y encuentran algo para que juegue mientras su madre recibe el tratamiento.

En una esquina está un anciano judío con los ojos pegados a una página del Talmud. Cuando llaman su nombre, él atraviesa las puertas de metal con el libro abierto y los ojos todavía pegados a la misma página.

Y también estoy yo… una abuela judía. De hecho, una reciente bisabuela… ¡Pero muy joven! Poder ir al brit milá de mi primer bisnieto fue todo un desafío, pero estaba decidida a no perdérmelo. El agotamiento es uno de los efectos secundarios más comunes del tratamiento de radiación, y a menudo lo único que deseo hacer es dormir. Me pregunto cómo se las arregla la madre joven que tiene cáncer.

A mi lado está mi esposo. Él sabe exactamente lo que estoy experimentando, porque él terminó su propio tratamiento de radioterapia hace unos pocos meses. Gracias a Dios ahora está en remisión y yo espero y rezo para que este tratamiento también me cure a mí.

El cáncer no diferencia entre judíos, musulmanes o cristianos, entre géneros, color o raza. Los síntomas y los efectos secundarios de la quimioterapia son los mismos y el miedo desgarrador y las preguntas son universales.

Mientras esperamos nuestro turno para recibir "el tratamiento" que esperamos que salve nuestra vida, también rezamos pidiendo que los efectos secundarios no sean tan terribles como para llevarnos a cuestionarnos si realmente esto vale la pena.

Observo la habitación. Todos estamos aquí por la misma razón, conectados, entendiendo lo que cada uno está viviendo. Cuando partimos, nos despedimos deseándonos: "Que te sientas bien", “Refuá shelemá”, “Alshifa aleajil”, “Prompt retablissement”, “Zei guesund”.

En una clínica oncológica de Jerusalem no existe la política. El cáncer nos vuelve a todos iguales.
 

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