La embriagadora magia de Jerusalem

3 min de lectura

La magia de Jerusalem llega a lo más profundo de tu corazón.

Quienes tuvieron la bendición de caminar, dormir o rezar en la sagrada ciudad de Jerusalem, ya conocen su magia. No es un mito ni una fábula infantil. La magia de Jerusalem es una verdad que permanece en los labios de todo el que probó su dulzura. Es una magia que te sigue durante años (incluso décadas), te susurra, te llama, te atrae.

Pueden haber pasado sólo unos pocos días o lo que parece ser toda una vida desde que caminaste por sus estrechas callejuelas, o regateaste por el precio de un candelabro de latón con un comerciante con la piel curtida por el sol. Quizás la última vez que besaste las piedras frescas del Muro Occidental fue el último verano o cuando eras un niño pequeño.

Pero en los momentos de calma, cuando cierras los ojos y sólo escuchas tu respiración, puedes sentir en tus venas su mágica calidez. Recuerdas como se sienten al tacto las piedras bajo tus dedos: suaves y rugosas, cálidas y frescas.

Y puedes escucharla. Incluso desde la costa de tierras lejanas. Incluso bajo el ruido de las impresoras y la presión por presentar un proyecto a tiempo. Incluso con niños cansados y quejosos y con la rutina cotidiana. Puedes escucharla. La música del mercado, bullicioso y desbordante del frenesí de la vida y del pulso de su gente. El estremecedor sonido del shofar sobre las verdes montañas. La mendiga anciana y sin dientes, sacudiendo su vaso de cartón con unas pocas monedas en la escalera que lleva de la Ciudad Vieja al Kótel, con sus ojos suplicantes.

Puedes oír las sirenas de las ambulabncias que perforan el aire, te estremecen y detienen tus latidos por lo menos durante unos segundos. Y la otra sirena, la que te hace sonreír cada viernes antes de la puesta del sol, recordándote que Shabat llega dentro de diez minutos. Puedes oír las pisadas de los niños que corren en los patios empedrados debajo de un mosaico de ramas de olivo secas. Y el sonido que producen las lágrimas, la plegaria, la sensación de pertenencia y la verdadera devoción a Dios. Porque lo viste cara a cara en los rostros de tus hermanos y hermanas apoyados con fuerza sobre el Kótel, con sus corazones y sus almas completamente abiertos.

Y cuando rezas, sin importar en dónde te encuentres, y dices la palabra Ierushalaim, puedes sentir que tu alma atraviesa océanos y campos, atraída hacia sus estrechas callejuelas doradas. La escuchas. El antiguo idioma hebreo de nuestro pueblo y las sagradas palabras de nuestra Torá resuenan sobre los techos de tejas y susurran entre los árboles de granada.

Y puedes sentir su olor. Hueles el aroma fresco de lafas y pitas, ya sabes, esas que acaban de salir burbujeantes, suaves y saladas de un horno de ladrillo. Porque ese pan es el aroma de Jerusalem: cálido, embriagador y acogedor. Puedes sentir el perfume de las flores de naranjo en una calurosa y pegajosa noche de agosto, que llega con el aire dulce y delicado del verano.

Sí, ya la conoces. Ya conoces la magia de Jerusalem. Cómo puede atraerte y emocionarte. Cómo puede hacer que te sientas pleno y dejarte vacío de todo menos de añoranzas. Cómo puede devastarte cuando sangra y sufre. Cómo su magia puede alcanzarte incluso si estas cabeza abajo en la otra mitad del planeta nadando en las olas azules de la Gran Barrera de Coral. O sentado en tu oficina en un rascacielos en Manhattan.

Su magia, como tu sombra, siempre te acompaña, acrecentándose por su luminosidad.

Cuánto amamos, nos perdimos, reímos, jugamos, soñamos, lloramos y vivimos toda una vida y mucho más sobre sus adoquines dorados. Debajo de sus arcos. En sus suaves colinas cubiertas de musgo. En sus callejones iluminados por el sol.

Si te olvidara, Oh Iesrushalaim

Imposible.


Este artículo apareció originalmente en The Jewish Link

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