El camino para llegar a ser judío es maravilloso, pero no siempre es fácil

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Volverme parte del judaísmo es una de las mejores decisiones que tomé en mi vida, pero me obligó a confrontar lo más espantoso de la humanidad.

El verano pasado visité Israel y dejé un papelito con una plegaria entre las piedras del Muro Occidental. Hacía por lo menos diez años que no intentaba realmente rezar, pero estaba en un momento de mi vida en que las decisiones que tomaba no brindaban los resultados esperados. Quería quebrar los patrones que había aprendido durante una infancia difícil y abusiva, pero parecía que era incapaz de lograrlo. Había estado casada con alguien que me trataba de forma terrible y mis novios antes y después de eso no eran mejores. Caminar por el pantano de las citas online era agotador y deprimente.

En definitiva, era una mujer divorciada de 28 años frente al Muro Occidental con una boleta de una estación de servicio israelí doblada, dentro de la cual había escrito dos palabras: esposo, bebé. Me imaginé que si la plegaria tenía poder, éste debía encontrarse en los anhelos del corazón más que en la fuerza de la lapicera, por lo que lo mantuve simple y coloqué el papel en un recoveco entre las piedras. No recuerdo haber sentido tal añoranza ni estar tan dispuesta a efectuar los cambios necesarios para llegar adonde quería estar.

Esa noche, conocí a un hombre mizraji alto y guapo que ahora es mi prometido. Parece una historia de amor de una novela y en muchos aspectos lo es (un golpe de suerte, un extranjero apuesto), pero también es difícil y complicado.

La menor de las complicaciones es el hecho de que tendría que convertirme al judaísmo. En teoría, esto no es un problema. Ya lo había considerado seriamente antes, porque pasé muchos años cuidando a los niños de una familia observante y me encanta lo que aprendí de ellos. Pero en la práctica significaría mudarme, cambiar de trabajo y adoptar todos los cambios de estilo de vida que acompañan el hecho de ser un judío ortodoxo.

Integrar gradualmente las mitzvot a mi vida me proveyó una estructura y un significado que me mantiene en los días difíciles y me inspira a seguir adelante en los días buenos.

En muchos aspectos, pasar a vivir una vida judía me resulta fácil y familiar. Crecí como una mormona devota, así que a pesar de haber dejado esa iglesia cuando estaba en la escuela secundaria, conozco íntimamente el "Antiguo Testamento" y siento que los valores judíos están profundamente integrados a mi forma de ser. Me encanta la rica tradición intelectual del judaísmo y me resultan fascinantes la historia judía y sus destacadas figuras, como Rabí Akiva y Maimónides. Integrar gradualmente las mitzvot a mi vida me proveyó una estructura y un significado que me mantiene en los días difíciles y me inspira a seguir adelante en los días buenos.

Hasta aquí, todo estaba bien. Pero en marzo las cosas comenzaron a complicarse un poco. Creé una cuenta de Twitter para conectarme con otros escritores y difundir mis propios escritos. Comencé a publicar más en mis propios tweets y a participar en las conversaciones de otras personas. Muchos de mis escritos eran positivos respecto a Israel, y muchos cubrían el conflicto entre Israel y los palestinos.

Antes de Twitter mi experiencia con el antisemitismo era anecdótica. El atentado en Pittsburg, los informes del incremento del antisemitismo, todo eso era triste y alarmante, pero seguía pareciendo algo lejano. Pero entonces, en sólo una semana en Twitter, me llamaron mentirosa, supremacista blanca, agente de Hasbará, judía tonta, judía mentirosa y nazi, entre muchos otros epítetos que no son adecuados para publicar. Alguien me amenazó con investigar mis datos y publicar mi dirección para que reciba el “castigo” que merezco.

Por supuesto, ni siquiera importa que de hecho todavía no sea judía, ni que nunca hubiera oído hablar de Hasbará hasta que alguien me acusó de trabajar para ellos. Quedó muy claro que el mero hecho de asociarme con judíos, o defender a Israel, era suficiente para provocar la retórica más inhumana. En general lo tomé con calma. Me molestó, pero no me sorprendió.

Pero una mañana, llegué al límite. Fue al día siguiente del asesinato de Amit ben Yigal, un soldado de 21 años del ejército Israelí al que le arrojaron una roca enorme directamente sobre la cabeza desde el tejado de una casa palestina. “¡Qué precio he pagado!”, dijo el padre de Amit a los periodistas sobre la pérdida de su hijo. Lo leí una y otra vez: “¡Qué precio he pagado!”.

La seriedad con la que yo tomo la vida de un niño, un hijo, de hecho, la santidad que el judaísmo atribuye a cada vida humana, me hace llorar cuando veo que mataron a un niño palestino. No sé cuál esperaba que fuera la reacción en el universo de Twitter sobre la muerte de Ben Yigal, pero por cierto no era lo que encontré: decenas de personas que se regocijaban sinceramente por su muerte con los términos más horribles y explícitos. Cuando objeté a esos comentarios, me dijeron que esperaban que yo y que el resto de los judíos sionistas "fuéramos los siguientes".

Como niñera y hermana mayor tuve suficiente contacto con niños como para saber que cuando amas a un niño, lo que más temes es que pueda ocurrir una tragedia rápida e irreversible. Ahora puedo asegurar que también puedes perder el sueño por temer la muerte de un niño que aún no has tenido. Mi prometido sirve fielmente en el ejército israelí y vamos a estar orgullosos de que también nuestros hijos lo hagan, pero es imposible considerar su futuro servicio sin saber que lo que le ocurrió a Ben Yigal, lo que pude sucederle a cualquier joven que defiende a Israel, también nos puede ocurrir a nosotros. Me puede pasar a mí.

Volverme parte del judaísmo es una de las mejores decisiones que tomé en mi vida, pero me obligó a confrontar lo más espantoso y real de la humanidad y asumir responsabilidades que preferiría no tener.

Fui a la casa de una maravillosa amiga judía y lloré amargamente entre sus brazos. Ella mostró mucha empatía, pero no estaba sorprendida ni espantada. Me dijo que es algo lamentable, pero si deseas ser judía, ese es uno de los 'requisitos' para ser miembro del club. Como siempre, ella tenía razón. Terminamos de hablar, me dio un cálido abrazo, me aconsejó ser valiente y me reforzó con un gran plato de sopa de pollo con kneídalej (bolas de matzá). Seguí sonándome la nariz y me senté en la mesa con sus hijos. El estado de ánimo pasó rápidamente de la tristeza a las risas.

Volverme parte del judaísmo es una de las mejores decisiones que tomé en mi vida, pero me obligó a confrontar lo más espantoso y real de la humanidad y asumir responsabilidades que preferiría no tener. Es a la vez uno de los procesos más dichosos y más aleccionadores. A medida que profundizo en mi práctica y comprendo más lo que significa realmente asumir el manto del judaísmo, tengo que aprender una antigua tradición judía: la de sostener la alegría en una mano y el duelo en la otra. Es una lección difícil de aprender, pero no puse en duda mi decisión ni por un momento.

De hecho, que me dirigieran esa clase de comentarios me permitió comprender que era algo que siempre estaba presente y que siempre estará presente, y que atacará a las personas que amo. ¿Cómo podría hacer otra cosa más que pararme firme al lado de ellas y apoyarlas? A fin de cuentas estoy descubriendo que ser parte de una comunidad es una de las partes más bellas del judaísmo. Sin importar lo que ocurra, no puedes ser judío a solas, siempre serás parte del pueblo judío.

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