Los empleados no judíos invisibles

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Un homenaje a los gentiles que mantienen funcionando nuestras sinagogas.

Hace pocas semanas volví a una sinagoga a la que no iba desde niño. “¿Quién continuará allí 40 años después?”, me pregunté. Como era de esperar, muy poca gente me era familiar, pero había un hombre que destacaba en particular: alguien que se había mantenido como una presencia constante en aquella sinagoga durante todos estos años, alguien a quien veía constantemente de niño a pesar de en realidad no haberlo visto para nada. En ese entonces, ni siquiera sabía su nombre. Era el cuidador, quien vivía en la sinagoga.

Siendo un hombre hispánico de baja estatura, tranquilo y modesto, el Sr. Roetta (recién ahora me enteré de que ese es su nombre) hubiera pasado completamente desapercibido de no haber sido por su perro, un pastor alemán que mantenía atado en la terraza, desde donde ladraba furiosamente. Recuerdo cuando yo llegaba a la sinagoga para el servicio vespertino y veía al perro aullándole al cielo en el borde del techo.

Era raro tener un pastor alemán en una sinagoga en la que muchos de los miembros eran sobrevivientes del Holocausto; el mismo rabino, un famoso refugiado polaco, había llegado a Londres vía Viena en la víspera de la guerra y sobrevivió el bombardeo masivo antes de llegar a su congregación en el barrio de Queens, Nueva York. Sin embargo, nunca se escuchó en la sinagoga ni un solo comentario sobre el perro, o sobre el Sr. Roetta… era como si no hubiesen estado allí.

Ahora tiene 92 años. El perro murió hace tiempo, pero él sigue limpiando el lugar.

Incluso después de 40 años, lo reconocí inmediatamente: iba caminando a zancadas, ingresó en una habitación con una fortaleza acorde a un hombre mucho menor y comenzó a organizar el kidush.

“Tiene 92 años”, me dijo alguien de la sinagoga. “El perro murió hace tiempo, pero él sigue limpiando el lugar, trapeando los pisos del baño y de los pasillos. En invierno se para afuera con el quitanieves apenas sale el sol”.

Oculta en su pequeña figura había una cierta voluntad, incluso un entusiasmo, por la labor manual, algo extraño para mis huesos polacos.

Cuando vi al Sr. Roetta me vino un recuerdo a la mente: Iom Kipur, hace casi exactamente 40 años. Eran las tres de la tarde, el sol ya estaba bajando y el rabino, vestido con sus sagradas vestimentas, detuvo abruptamente los servicios. Golpeó en el atril de rezos: “Hay informes de duros enfrentamientos en el Sinaí y en el Golán, hay muchas víctimas fatales”.

¿Cómo se había enterado? Nadie escucharía la radio ni miraría la televisión en el día más sagrado del año. Era una sinagoga grande y hubo un silencio que no olvidaré en toda mi vida. La única opción era que el Sr. Roetta le hubiera informado al rabino (e indirectamente a toda la congregación) que nosotros habíamos sido atacados. Siempre fue devoto al rabino y a la sinagoga. Aún lo es.

Me hizo pensar en las muchas personas que trabajan en las distintas sinagogas en las que he estado —cuidadores y demás—, quienes por lo general no son judíos pero que en virtud a su devoción al trabajo y a nuestras sinagogas, son de algún modo, parte de nuestra fe.

Popeye y el Beit Midrash

Cuando yo era joven pasaba los veranos en el Campamento Morris, en las gloriosas colinas Catskills, donde se ubica la Ieshivá Jaim Berlin. Un año, a finales de la primavera, cuando yo estaba en tercer año de la escuela secundaria, un rayo cayó en el edificio principal del campo, el edificio donde se ubicaba el Beit Midrash y el comedor. La estructura de madera —de un siglo de antigüedad— se incendió por completo en pocos minutos.

Se lanzó una rápida campaña para reconstruir el edificio a tiempo para el verano. Se recolectaron fondos y, milagrosamente, en dos meses se completó un edificio nuevo. En la entrada del nuevo Beit Midrash había una placa con los nombres de los donantes principales. Junto a los nombres judíos usuales que uno esperaría encontrar, estaba el nombre Patrick Henry. Los campistas se miraban incrédulos; ¿quién era Patrick Henry?

Pensamos que era una broma, pero Patrick Henry era uno de los conserjes de la Ieshivá. Era la persona de carne y hueso más parecida a Popeye —el famoso personaje de dibujos animados— que cualquiera podría ver en su vida. Fumaba pipa, tenía tatuajes marinos (¡anclas!) en su mano y parecía como si hubiera sido marinero en un buque ballenero dos siglos atrás. Golpeaba sus encías cuando comía, porque había perdido la mayoría de sus dientes. Debe haber tenido unos 70 años cuando llegó a la Ieshivá. Allí estaba, encorvado pero no abatido, trapeando los pisos de los baños y de los pasillos y sirviendo con una espátula las arvejas y el puré en el lugar donde se hacía la fila para comer.

“Pat”, nos dijo uno de los rabinos (nadie sabía su apellido), “tomó los ahorros de toda su vida y los donó”.

Estábamos pasmados. Un hombre a quien no considerábamos más que un marinero borracho, había dado todo su dinero para construir un Beit Midrash, un lugar para estudiar Talmud día y noche, un lugar que asumimos que él ni siquiera comenzaba a entender. Uno de mis amigos cínicos bromeó: “Un borracho, ¿qué otra cosa esperarías? ¿Qué otra cosa haría con su dinero?”. Mi rabino le dio una mirada dura y deshonrosa y lo regañó: “¿Acaso crees que no tiene nada mejor que hacer que darnos el dinero a nosotros? Fue un acto de tzidkut, de ‘rectitud’. Es un hombre de 75 años que limpia la cocina y los pasillos sin decirle nada a nadie y, más encima, dona su dinero. Sólo un tonto se burlaría de él”.

Toda sinagoga, Ieshivá e institución judía tiene gente como el Sr. Roetta y Pat el conserje: gentiles que trabajan en el mundo judío sin llegar a ser completamente parte del mismo. A menudo son invisibles; los vemos pero no los vemos, como si nunca los pudiéramos imaginar más allá de sus silenciosos roles serviciales. La verdad es que siempre han sido parte de nuestra cultura: los leñadores y los transportadores de agua de los días del Templo. A pesar de que no son parte integral del mundo judío, tampoco están completamente separados de él. Quizás deberíamos comenzar a mirar con otros ojos a quienes nos ayudan y a la deuda que tenemos con ellos, los gentiles sin los cuales el mundo judío no podría funcionar.

Una versión de este artículo apareció originalmente en la revista Tablet.

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