El terrorista de Niza

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Lleno de odio, culminó su destino de muerte, liberado de cualquier atisbo de humanidad.

La mañana de verano, en una bella ciudad con mar. Quizás se levantó temprano y miró por la ventana. Hacía sol. El ritual cotidiano empezó con normalidad, el aseo del cuerpo, el desayuno, puede que unos rezos, unas charlas con los vecinos, un paseo, el fluir indolente de la vida.

Aún era un ser humano, a pesar de que en algún rincón de su alma se estaban derritiendo los últimos vestigios. Pero a medida que avanzaba el día, esos restos humanos desaparecían, devorados por el soldado de la muerte instalado en su cerebro. Y cuando llegó el momento, y la música del odio estalló en su interior, ya estaba preparado. Fue entonces cuando subió a un camión y puso rumbo al horror.

¿Cómo debieron de ser esos últimos minutos? Desde el frontal del camión la vista era amplia, y ahí estaban ellos, mayores, adultos, bebés en brazos de sus madres, niños a hombros del héroe papá, adolescentes, todas las edades y condiciones, juntos en la alegría de la fiesta. La magia de los fuegos artificiales, que ilumina los ojos de la vida. Y los contempló.

Contempló a cada uno de ellos, los vio reírse, despreocuparse, saltar, levantar la mano hacia el cielo, buscando el destello fugaz de la noche, aplaudir. Podría haber dudado, ese bebé en su carrito, esa joven pareja, esa dulce adolescente, pero el verbo dudar ya no existía en la masa pétrea que un día fue su cerebro, aceleró el camión y empezó a cazarlos.

Los veía gritar, correr asustados, saltar por los aires, veinte, cuarenta, viraba el volante, cincuenta, sesenta, quería matar a más, setenta, ochenta, ahí había más gente, pisaba el acelerador, noventa, cien, zas, babeante, exultante, definitivamente convertido en monstruo. Ya no quedaba nada del hombre que había sido, excepto la mueca final de su cadáver.

Al otro lado de la calle, o del televisor, o de Internet, otros como él exultaban de felicidad. El fuego del dios de la muerte se había cobrado decenas de víctimas, y la ideología infernal que los tenía abducidos alzaba su copa triunfante.

¿Cuántos en el mundo aplaudían su masacre? ¿Cuántos lo consideraban un hermano? Miles, decenas de miles, tantos como millones de dólares dedicados a promocionar su ideología totalitaria, a crear máquinas de matar, a venerar a un dios que odia, cual soldados de un ejército del infierno.

No, no estaba solo, aunque hubiera matado en soledad, porque cada persona caída en el asfalto de esa noche, cada cuerpecito roto, cada sonrisa desgajada, cada ilusión destruida, había sido escogida por otros, sus ideólogos, sus maestros del odio, mata, mata a cualquiera, mata como puedas, mata más y mejor, sin importar quiénes son, a quién rezan, cómo dibujaron sus sueños. Y lo hizo, sí, culminó su destino de muerte, liberado de cualquier atisbo de humanidad, convertido en un simple despojo de músculos y vísceras.

Algunos le prometieron que un dios lo acogería en el paraíso. Le mintieron.

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